Por Gregorio Moya E.
Cuando uno es niño vive, vive con intensidad, los límites los ponen los otros, o lo pone la materialidad física de la que formamos parte. El suelo que nos detiene al caernos, una pared que nos obliga a cambiar de curso, la gravedad que nos impide subir al cielo, nuestra pequeñez, y todas las fuerzas del mundo que nos contienen. En ese momento vivimos, en ese vivir, relativamente inocente, concentrados en satisfacer ya nuestros deseos, no tenemos conciencia de que hay una época. Tiempo y espacio no son importantes, solo como límites. No tenemos época, porque ella no existe para los niños. Vivimos el ahora, ahorita, o cuando mucho, mañana.
Cuando uno es joven, es muy joven
para opinar, decidir, incluso para tener medios para una vida propia se limita
cunado uno es joven. Pero, como quiera, se vive con cierta intensidad, aunque
ya uno va siendo consciente de los límites de la física de la tierra, de la
fisiología y anatomía humana que nos limita, de los límites sociales, sobre
todo económicos y no menos importantes los sociales. Los morales y éticos
también limitan, no tanto.
Como jóvenes ya tenemos
conciencia de la época, la mejor de todas, la consideramos nuestra, queremos
vivirla con intensidad, pero el conocimiento de ella nos hace aflorar alguna
responsabilidad. Pensamos en el mañana, no tanto, el presente es como agua que
no queremos dejar escapar de nuestras manos. Pero, ya aflora el futuro en
nuestras mentes.
Ese deseo de monopolizar la
época, en la que los niños no existen y en la que los adultos (los viejos) ya
están pasados, no ocupan mucho espacio. Y, en ese deseo de engullirla, mucho de
la época se nos sale, la perdemos. Y no nos damos cuenta que no puede ser de
otra manera.
Que cómo jóvenes, con la
flexibilidad del niño y la fuerza del adulto, no podemos correr más rápido que
la pelota, que por más que nos develemos en una fiesta, en una cita, en un
juego, o donde sea, el día no tendrá ni una milésima de segundo adicional. Así
las cosas, al final, la época en nuestra juventud no es tan nuestra. Cuando
jóvenes sentimos que los adultos, que consideramos pasados controlan gran parte
de la época.
Cuando adultos, menos veloces y
resistentes, quizás con la misma fuerza. Con la vista y los reflejos reducidos,
muchas cosas de la época se nos van pasando, y hasta la memoria nos traiciona,
olvidando momentos presentes. Aunque nos sentimos dueños del momento que
llamamos época, dedicamos mucho tiempo a administrarla, en cuidar detalles. Los
aspectos sociales y éticos nos limitan, los compromisos nos mediatizan en
nuestras decisiones. Terminamos pensando, quien controla la época, quien es el
dueño.
Y con el paso del tiempo, la
época como conciencia de estar en un momento significativo, es cada vez más
limitado. Se nos acaban los amigos, algunos lo hemos olvidado, muchos se han
ido a otros lugares, incluso de donde no pueden volver. Se nos acaban los
lugares por el cambio permanente, el que nos dejó atrás. Y nos damos cuenta que
la época se nos va, que realmente va muy rápido.
Los recuerdos, lo más preciado
que tenemos, porque son el archivo de nuestras vidas, nuestras memorias, se nos
van haciendo confusos, imprecisos y hasta van desapareciendo, borrándose, o
dejando una huella tan tenue, que es tanta la brega para reconocerla que o
decidimos no recordar o sufrir la angustia de no saber con precisión qué es.
Por eso, me pregunto: ¿la época,
cuál es la mía?

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